7 de Enero de 2024

Evangelio según MARCOS 1, 7-11

Proclamaba Juan:

-Llega detrás de mí el que es más fuerte que yo, y yo no soy quién para agacharme y desatarle la correa de las sandalias.   Yo os he bautizado en agua, pero él os bautizará con Espíritu Santo.

Sucedió que en aquellos días llegó Jesús desde Nazaret de Galilea, y Juan lo bautizó en el Jordán.

Inmediatamente, mientras salía del agua, vio rasgarse el cielo y al Espíritu bajar como paloma hasta él. Hubo una voz del cielo:

-Tú eres mi Hijo, el amado, en ti he puesto mi favor.

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Cada vez hay menos espacio para el espíritu en nuestra vida diaria

Para ser humana, a nuestra vida le falta una dimensión esencial: la interioridad. Se nos obliga a vivir con rapidez, sin detenernos en nada ni en nadie, y la felicidad no tiene tiempo para penetrar hasta nuestro corazón. Pasamos rápidamente por todo y nos quedamos casi siempre en la superficie. Se nos está olvidando escuchar la vida con un poco de hondura y profundidad.

El silencio nos podría curar, pero ya no somos capaces de encon­trarlo en medio de nuestras mil ocupaciones. Cada vez hay menos espacio para el espíritu en nuestra vida diaria. Por otra parte, ¿quién se va a ocupar de cosas tan poco estimadas hoy como la vida interior, la meditación o la búsqueda de Dios?

Pero lo triste es observar que, con demasiada frecuencia, tam­poco la religión es capaz de dar calor y vida interior a las personas. En un mundo que ha apostado por «lo exterior», Dios resulta un «objeto» demasiado lejano y, a decir verdad, de poco interés para la vida diaria.

Los evangelistas presentan a Jesús como el que viene a «bautizar con Espíritu Santo», es decir, como alguien que puede limpiar nues­tra existencia y sanarla con la fuerza del Espíritu. Necesitamos ese Espíritu que nos enseñe a pasar de lo pura­mente exterior a lo que hay de más íntimo en el ser humano, en el mundo y en la vida. Un Espíritu que nos enseñe a acoger a ese Dios que habita en el interior de nuestras vidas y en el centro de nuestra existencia.

No basta que el evangelio sea predicado. Nuestros oídos están demasiado acostumbrados y no escuchan ya el mensaje de las pa­labras. Solo nos puede convencer la experiencia real, viva, con­creta, de una alegría interior nueva y diferente.

 

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