4 de febrero de 2024

Evangelio según MARCOS 1, 29-39

Al salir de la si­nagoga, fue derecho a casa de Simón y Andrés, en compañía de Santiago y Juan. La suegra de Simón yacía en cama con fiebre. Enseguida le hablaron de ella; él se acercó, la cogió de la mano y la levantó. Se le quitó la fiebre y se puso a servirles.

Caída la tarde, cuando se puso el sol, le fueron llevando a todos los que se encontraban mal y a los endemoniados. La ciudad entera estaba congregada a la puerta. Curó a muchos que se encontraban mal con diversas enfermedades y expulsó muchos demonios; y a los demonios no les permitía decir que sabían quién era.

Por la mañana, se levantó muy de madrugada y salió; se marchó a despoblado y allí se puso a orar. Echó tras él Simón, y los que estaban con él; lo encontraron y le dijeron:

—¡Todo el mundo te busca!

Él les respondió:

—Vámonos a otra parte, a las poblaciones cercanas, a pre­dicar también allí, pues para eso he salido.

Fue predicando por las sinagogas de ellos, por toda Galilea, y expulsando los demonios.


Donde está Jesús hay amor a la vida

Donde está Jesús crece la vida. Esto es lo que descubre con gozo quien recorre las páginas entrañables del evangelista Marcos y se encuentra con ese Jesús que cura a los enfermos, acoge a los desva­lidos, sana a los enajenados y perdona a los pecadores.

Donde está Jesús hay amor a la vida, interés por los que sufren, pasión por la liberación de todo mal. No deberíamos olvidar nunca que la imagen primera que nos ofrecen los relatos evangélicos es la de un Jesús curador. Un hombre que difunde vida y restaura lo que está enfermo. Por eso encontramos siempre a su alrededor la miseria de la humanidad: poseídos, enfermos, paralíticos, leprosos, ciegos, sor­dos. Hombres a los que falta vida; «los que están a oscuras», como diría Bertolt Brecht.

Las curaciones de Jesús no han solucionado prácticamente nada en la historia dolorosa de los hombres. Hay que seguir luchando contra el mal. Pero nos han descubierto algo decisivo y esperanzador. Dios es amigo de la vida, y ama apasionadamente la felicidad, la salud, el gozo y la plenitud de sus hijos e hijas.

Inquieta ver con qué facilidad nos hemos acostumbrado a la muerte. Es insoportable observar con qué indiferencia escuchamos cifras aterradoras que nos hablan de la muerte de millones de hambrien­tos en el mundo, y con qué pasividad contemplamos la violencia callada, pero eficaz y constante, de estructuras injustas que hunden a los débiles en la marginación.

Los dolores y sufrimientos ajenos nos preocupan poco. Cada uno parece interesarse solo por sus problemas, su bienestar o su segu­ridad personal. Corremos el riesgo de hacernos cada vez más incapaces de amar la vida y de vibrar con el que no puede vivir feliz.

Los creyentes no hemos de olvidar que el amor cristiano es siem­pre interés por la vida, búsqueda apasionada de felicidad para el hermano. El amor cristiano es la actitud que nace en aquel que ha descubierto que Dios ama tan apasionadamente nuestra vida que ha sido capaz de sufrir nuestra muerte, para abrirnos las puertas de una vida eterna compartiendo para siempre su amor.

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