5 de Enero de 2025
Evangelio según JUAN 1, 1-18

Al principio ya existía la Palabra y la palabra se dirigía a Dios y la Palabra era Dios. Ella al principio se dirigía a Dios.
Mediante ella existió todo, sin ella no existió cosa alguna de lo que existe.
Ella contenía vida y la vida era la luz del hombre: esa luz brilla en la tiniebla y la tiniebla no la ha apagado.
Apareció un hombre enviado de parte de Dios, su nombre era Juan; éste vino para un testimonio, para dar testimonio de la luz, de modo que, por él, todos llegasen a creer. No era él la luz, vino sólo para dar testimonio de la luz.
Era ella la luz verdadera, la que ilumina a todo hombre llegando al mundo.
En el mundo estaba y, aunque el mundo existió mediante ella, el mundo no la reconoció. Vino a su casa, pero los suyos no la acogieron.
En cambio, a cuantos la han aceptado, los ha hecho capaces de hacerse hijos de Dios: a esos que mantienen la adhesión a su persona; los que no han nacido de mera sangre derramada ni por designio de un mortal ni por designio de un hombre, sino que han nacido de Dios.
Así que la Palabra se hizo hombre, acampó entre nosotros y hemos contemplado su gloria -la gloria que un hijo único recibe de su padre-: plenitud de amor y lealtad.
Juan da testimonio de él y sigue gritando:
– Éste es de quien yo dije: «El que llega detrás de mí estaba ya presente antes que yo, porque existía primero que yo».
La prueba es que de su plenitud todos nosotros hemos recibido: un amor que responde a su amor. Porque la Ley se dio por medio de Moisés; el amor y la lealtad han existido por medio de Jesús Mesías.

Vino a su casa, pero los suyos no la acogieron.

¿Cómo redescubrir con fe renovada el misterio que se encierra en Jesús? ¿Cómo recuperar su novedad única e irrepetible? En Jesús ha ocurrido algo desconcertante. Juan lo dice con términos muy cuidados: «la Palabra de Dios se ha hecho carne». Dios se nos ha querido comunicar, no a través de revelaciones o apariciones, sino encarnándose en la humanidad de Jesús. No se ha «revestido» de carne, no ha tomado la «apariencia» de un ser humano. Dios se ha hecho realmente carne débil, frágil y vulnerable como la nuestra.

Los cristianos no creemos en un Dios aislado e inaccesible, encerrado en su Misterio impenetrable. Nos podemos encontrar con él en un ser humano como nosotros. No hemos de buscarlo fuera de nuestra vida. Lo encontramos hecho carne en Jesús. Él es para nosotros el rostro humano de Dios. En su proyecto descubrimos el proyecto del Padre.
Todo esto lo hemos de entender de manera viva y concreta. La sensibilidad de Jesús para acercarse a los enfermos, curar sus males y aliviar su sufrimiento, nos descubre cómo nos mira Dios cuando no ve sufrir, y cómo nos quiere ver actuar con los que sufren. La acogida amistosa de Jesús a pecadores, prostitutas e indeseables nos manifiesta cómo nos comprende y perdona, y cómo nos quiere ver perdonar a quienes nos ofenden.
En estos tiempos en que no pocos creyentes viven su fe sin saber qué creer ni en quién confiar, nada hay más importante que poner en el centro de las comunidades cristianas a Jesús como rostro humano de Dios.

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