Durante los últimos años, y debido al aumento de emergencias migratorias derivadas de conflictos bélicos, divergencias políticas y crisis económicas -muchas de ellas alentadas por nuestro “primer mundo”-,  estamos  viendo  con  profunda  tristeza  cómo  instituciones gubernamentales, ciertos grupos y líderes políticos, y algunos de los principales poderes fácticos (medios de comunicación, lobbys, etc) están normalizando, con mucha osadía y total impunidad, peligrosos idearios al difundir y legitimar discursos de odio que atentan, directa y especialmente, contra uno de los grupos de personas más vulnerables: los de origen inmigrante.

Vivimos cada día el padecimiento, la angustia y la tortura a la que se enfrentan hombres y mujeres migrantes procedentes de los países más pobres del mundo, familias enteras que dejan su hogar-en muchos casos, los escombros que un día lo fueron- huyendo del dolor y la muerte, seres humanos a los que solo les queda la esperanza de llegar a un lugar que les brinde la libertad, la justicia y la paz garantes de una vida digna, que los acoja como a semejantes. Nuestra respuesta, como sociedad sana, no puede ser desprecio. Y nuestra respuesta, como comunidad cristiana, no puede ser la impasibilidad.

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