La noche del debate ante las elecciones a la Comunidad Autónoma de Madrid, me acordaba de esos versos de Machado que Serrat cantaba de una forma impresionante: mala gente que camina y va apestando la tierra. Allí, en la pantalla del televisor, allí estaba la mala gente. En ese momento no caminaban, estaban muy formalitas de pie ante su atril, pero lo de mala gente se traslucía en cada una de sus palabras. Repetían de mil maneras la gran mentira de que se preocupan del bienestar de todos los madrileños. Cuando los partidos de la derecha, PP y VOX, están claramente al servicio de una élite económica que progresa precisamente acosta de la gran mayoría de madrileños.

 

Pero no eran los programas que exponían –más o menos lo esperado– lo que invitaba a reflexionar, sino el hecho de que millones de madrileños voten a esta mala gente. ¿Es que son también mala gente? Por supuesto que la gran mayoría no lo son. Pero tradicionalmente las derechas se han presentado como los defensores del orden y la tranquilidad –menos la tranquilidad de tener un trabajo seguro y decente, claro–, y del respeto a la propiedad privada, incluso como los más identificados con los sentimientos religiosos de buena parte de la población.  Lo que en la sociedad se tenía como las características de la buena gente. Pero lo que la derecha considera como característica de la buena gente es algo que de bueno tiene bastante poco.

La postverdad (o sea, la mentira descarada)  gana terreno.

Los votantes de las derechas son gente engañada y muy bien engañada. Se les ofrece un futuro amable, que se concreta en libertad y cervecitas. No aparecen los cientos de miles de madrileños que tienen que dedicar la mitad o más de sus ingresos para tener una vivienda, muchas veces indecente. De poca libertad y cervecitas pueden disfrutar los amenazados por un despido o un desahucio.

 

También se fomenta el temor a la inseguridad: ¡Cuidado con los okupas! ¡Que vienen los emigrantes a quitarnos el trabajo! En el fondo de su discurso se encuentra una sutil invitación al egoísmo y a la indiferencia ante los problemas de los demás. Y al servicio de este engaño están los grandes medios de comunicación, propiedad de ese capital al que sirve la derecha política. Además, aprovechan de una manera incansable los errores de la izquierda: fomentan el miedo al comunismo –que sí, la Unión Soviética fue algo totalmente rechazable, pero hace más de treinta años que despareció–. O vuelven a agitar el fantasma de la ETA, que también pertenece al pasado.

¿Cual debe ser la reacción de la izquierda?

 

El gran problema de la izquierda es cómo se desmontan todas las mentiras de la derecha. El ministro de propaganda de Hitler decía que una mentira cincuenta veces repetida se convierte en verdad. Y eso no es cierto, una mentira puede llegar a convencer a la gente, pero sigue siendo mentira. Y una mentira siempre puede acabar descubriéndose. El discurso de la izquierda tendría que insistir más en poner de manifiesto las mentiras de la derecha.

 

Y recalcar los valores éticos –y también cristianos– que hay en el fondo del discurso de izquierdas. Se busca el bienestar de todos, y se busca a través del diálogo, el consenso, la solidaridad y la cooperación. Se pueden cometer errores y dejarse arrastrar por el propio ego a posturas inaceptables, pero en el fondo siguen esos valores humanos y éticos que constituyen la última razón de ser de la izquierda.