Domingo 20 del Tiempo Ordinario (17-VIII-25)
Evangelio según LUCAS 1, 39-56
En aquellos días, María se puso en camino y fue aprisa a la montaña, a un pueblo de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel.
En cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre. Se llenó Isabel del Espíritu Santo y dijo a voz en grito:
-¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre!
¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. Dichosa tú, que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá.
María dijo:
–Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador; porque ha mirado la humillación de su esclava.
Desde ahora me felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí: su nombre es santo y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación.
Él hace proezas con su brazo: dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos.
Auxilia a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia -como lo había prometido a nuestros padres- en favor de Abrahán y su descendencia por siempre.
María se quedó con Isabel unos tres meses y después volvió a su casa.
Creer es fuente de dicha.
La narración empieza destacando la actitud decidida y pronta de María en clave de servicio: eso será precisamente lo que Jesús hará y enseñará a lo largo de toda su vida. Es decir, desde el inicio mismo, María es presentada como la discípula fiel del Maestro, poniendo en práctica la actitud que él reclama.
La reacción del feto es una respuesta de gozo, al reconocer en Jesús al Mesías esperado: ésa será justamente su misión en el futuro. Creer es fuente de dicha.
Pero no se trata –como nunca en la Biblia- de un creer que fuera asentimiento mental a alguna creencia, sino de confiar radicalmente, porque se ha hecho la experiencia del Misterio como Realidad luminosa que todo lo abraza y a todo llena de Sentido; se ha experimentado a Dios como Roca fundante que sostiene y constituye todo lo que es.
Y es precisamente desde esa experiencia de Gozo, de donde brota el canto de María, que conocemos por su primera palabra en latín («Magnificat»).
Destaca, en él, la proclamación de un Dios misericordioso y parcial a favor de los débiles, que «dispersa» y «derriba» a soberbios, poderosos y ricos. En realidad, en este canto encontramos un «avance» de los temas con que el propio Jesús se presentará en la sinagoga de Nazaret, en lo que se conoce como su discurso programático:
«El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar la buena noticia a los pobres…» (4,18-21).
Indudablemente, se trata de un texto radicalmente subversivo que, con demasiada frecuencia, se ha «espiritualizado» y de, ese modo, desactivado.